domingo, 6 de noviembre de 2011

Un triste encuentro

Era necesario tener gran amor a los seres que nos rodean para abandonar las comodidades de nuestra existencia ,y lanzarse en unión de la familia a esa vida peligrosa y llena de privaciones, que era la única que se presentaba hoy día ante los ojos de nosotros los mexicanos.
 Así, sin más preámbulos me dirigí a la gubernatura esperando obtener respuesta. Me encontraba ya a unos pocos metros de esta,  cuando pude observar que un carro se detuvo justo enfrente. Al abrirse la portezuela, Gerardo Ordoñez, bajó tranquilamente. Con paso seguro y firme avanzó entre una doble hilera de soldados, conducido por un oficial. Me escondí de prisa, para evitar que pudiera verme. Al tiempo de entrar por la gubernatura, otro carro llegaba por el lado opuesto. Realmente ¿Qué estaba pasado? ¿Qué tenia que ver Ordoñez en todo esto? Mi asombro era mucho, pero creció aún más cuando observé
 quien bajaba del otro carro. Era, Roberto herrera, quien se dirigía a Ordoñez para saludarlo. No podía creerlo. ¿Qué tenían que hacer ellos dos ahí? Quería encontrar respuesta lo antes posible y estaba decidida a hacerlo. Eso era lo único que pasaba por mi mente.
Me encontraba pensando en como poder entrar a la gubernatura cuando de repente fui apresada por unos judiciales. Me espanté mucho. Traté de librarme, pero fue inútil. Aquellos judiciales me llevaron dentro de la gubernatura donde se encontraban, Roberto y Gerardo. Fue tanto su asombro al verme, que no supieron que decir. Yo suplique a Roberto que me soltaran, esperanzada en que el haría algo por mí.

— ¿Conoce usted a esta señorita? —le preguntaron los oficiales.
—No jamás la he visto —afirmó él.
— ¡Que niño es usted, Roberto! No puedo creer lo cobarde que es. Apenas ayer  usted me dijo que me amaba. Poco hombre. —le dije con gran coraje.
— Me disculpara usted señorita, jamás la he visto.

En ese momento intervino, Gerardo.

— Por favor, hagan subir a esta señorita al tren, que lleva a toda la gente que pagara la deuda que tenemos con E.U.A. Rápido, es una orden —dijo sin mirarme a la cara.
— ¡Roberto, piedad! Jure que no me conoce. Júrelo —dije, mientras me ponía de rodillas ante él.
—No, señorita, no… yo no juro… —se fue, sin decir nada más.
                                                                      

No hay comentarios:

Publicar un comentario